8.30.2005

Infierno en la cocina


"Los muchachos deben abstenerse de beber vino, pues es un error añadir fuego al fuego."
Platón



Estoy al lado de los parlantes en el recital de Sol y Lluvia,
en La Piedra Feliz. El evento es la nostalgia encarnada y el
recinto está repleto de jóvenes que seguramente tenían cinco
años cuando los hermanos Labra usaban los micrófonos como metralletas
musicales.

Cuando empezaron a cantar el tema que dice "Voy a hacer el amor",
mi mente se disparó a los años '80 e, incentivado por una piscolita
de dos mil 500 pesos, se me aparecieron imágenes de protestas,
barricadas y fuego.

Las fotografías cerebrales comenzaron a mutar lentamente y la
asociación de fuego terminó trasladándome a mi casa, donde una
vez el infierno se hizo material y podríamos haber terminado
todos quemados por esos errores que duran un segundo y que se
recuerdan la vida entera.

Todo comenzó hace muchos años, en un asado al mediodía. Buena
carne, excelente vino y varias botellas de whisky de bajativo.
Conversamos y conversamos durante horas, analizando la política
del momento y riéndonos de las historias personales de cada invitado.

Uno de los presentes había recibido de regalo un aguardiente
boliviano llamado Aguavira, que tenía la potente medida de 90
grados. Todos estaban muy conformes con el licor dorado y sólo
él bebía y bebía de su pequeña garrafa plástica que contenía
el agua de fuego.

En un momento de la noche tomé un poco del Aguavira y lo puse
en una tapa metálica. Después lo prendí y una hermosa llama azul
nos conquistó. Alguien apagó la luz de la cocina y el espectáculo
era bello, como quedarse pegado frente al piloto del califónt.

Quería aumentar más el show y pensé, estúpidamente, que podía
crear una cascada de fuego. Tomé la garrafilla plástica y lancé
un chorrito hacia la tapa, mientras le prendía fuego. El envase
explotó y toda la cocina ardió. Miraba a mi alrededor y me sentía
en pleno infierno. En cuestión de segundos todo se apagó y en
las caras de los invitados había algo más que susto. Algunas
sillas se achurrascaron un poco y el mantel quedó con manchas
negras. Dos de los invitados se quemaron levemente las manos,
sin embargo uno quedó un poco más grave y terminó en la Posta.

Al final nada muy terrible, pero todavía siento el miedo en los
ojos y el peso de la culpabilidad en mi albinegra conciencia.
Mi memoria me retorna de un zuacate a La Piedra Feliz. El recital
ya se termina y todos cantan y saltan como niños chicos. Un tipo,
con un aire de retardo mental, se sube al escenario cada cinco
minutos y es sacado por un joven guardia. Todos salimos felices
recordando los tiempos en que había un fin claro y preciso. Ahora
todo se esfuma y se enreda en palabras y más palabras.

Salgo al centro del local y hay un negro enseñando a bailar salsa
a un grupo de adultos jóvenes, que se miran ansiosos. El cuadro
es bastante bizarro y decido meterme al subterráneo, donde funciona
"La Sala", un lugar para el tecno, el rock y los rostros con
espinillas. Alguien dice que están tocando los hijos de Miguelo,
que tienen una banda de música. Seguramente cualquier cosa que
toquen será mejor que lo que hace su padre en la televisión.

Antes de irme a la casa paso al Cinzano y ahogo mis penas con
una cerveza chica. El barman me despide y subo Almirante Montt
lentamente, mientras enciendo un cigarro y mi mirada se queda
fija frente a la llama. Decido no tener más sueños ardientes
y sólo pensar en la humedad más húmeda que pueda existir: la
mujer.

ajenjoverde@hotmail.com

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