2.20.2008

El teatro en la casa


Por Ajenjo

Mientras preparaba unas machas a "la italiana", una palta rellena con ceviche de tres colores y unos fetuccini con salsa de camarón, me puse a tomar pisco sour, sin darme cuenta que el vaso de la juguera desaparecía más rápido que lento.
Era un almuerzo familiar chileno, de esos donde se hablan tontera tras tontera y las carcajadas son el postre de una tarde muy entretenida. Bebimos vino blanco y del otro. Las mujeres tomaron Baileys y los hombres whisky y vodka.
Luego de dormir una siesta decidimos partir con mi nueva suegra y un chef brasileño a ver la obra de teatro "Vamo a Puta", que se está montando en el Teatro Mauri, a escasas cuadras de mi casa.
Llegamos al recinto y mientras comprábamos las entradas, nos alimentamos de unas cervezas para reponer el cuerpo del fuerte almuerzo experimentado horas antes. Decidí utilizar mi "personalidad periodística" e ingresé a un improvisado camarín donde me encontré con el actor y transformista Alejandro Cid y, motivado por la amistad del vino y la buena onda, le dije que después de la función se fuera con todo el elenco para la casa.
El único que rechazó la invitación fue Papito, el actor que muchas veces estuvo preso, quien actualmente se encuentra bajo el tierno y cariñoso dominio de su mujer.
Fue así como me encontré caminando con una patota liderada por el distorsionado Alejandro Cid y su elenco, que con una gran peluca rubia y sus zapatos de taco alto, entraban al pasaje que lleva a mi casa de Yerbas Buenas.
En chef brasileño se apiadó de nosotros y nos sirvió la tallarinata más exquisita que he comido en mi vida, mientras la conversa con el grupo de actores seguía y seguía al ritmo del vodka naranja.
A mi se me fue apagando la televisión poco a poco y recuerdo que en un momento mi novia traía una fotografía de Shirley Temple y la comparaban con la peluca de Alejandro Cid. Nos reímos mucho y escuchamos historias tiernas, tristes y poderosas, de esas que sólo los actores tienen en su memoria.


2.12.2008

Un verano papas fritas



Por Ajenjo


Entro al Museo de Bellas Artes en Santiago con la intención de agarrar a latigazos a un artista denominado Papas Fritas, que se tatuó el símbolo del Fondart en la espalda y que está montando un show en ese recinto. Son las 12 del día y el polémico artista no está. Su instalación, una mediagua sobre una isla de arena, tiene un cartel donde informa el precio de los latigazos: $100 los suaves, $200 los más fuertes, $500 los redbull y dos luquitas con escupo e insulto.
Además de Papas Fritas hay un artista de Valparaíso que puso decenas de merluzas saladas colgando. Hay un suave olor a pescado y me acuerdo del famoso chiste del ciego y la Caleta Portales y me retiro decepcionado por la ausencia de los latigazos.
Voy al velorio de Volodia Teitelboim y veo su rostro muerto. Nunca he sido bueno para mirar cadáveres (ni siquiera pude observar el de mi fallecido padre dentro del ataúd) y el del famoso patriarca comunista parece embalsamado. Camino hacia el Centro Cultural La Moneda y veo unas arpilleras de Violeta Parra y una exposición española llena de cacharros religiosos. El calor es fuerte y un amigo ex diplomático me invita a almorzar al restaurante La Berenjena, en pleno centro de Santiasco. Todo es rico y muy bien atendido. Los pisco sour estaban ultra cabezones y le sumé una copita de vino para quedar a medio tono. Camino hacia mi bar preferido de la capital, el 777, y me bajo medio litro de cerveza y me marcho a mi Valparaíso querido.
Traté de ir a ver la obra que está montando Alejandro Cid y Papito (¡la media dupla!) en el Teatro Mauri, sin embargo me encontré con una fiesta Ska a todo pulmón. Una banda verdadera, con sus 10 músicos arriba del escenario, hacía bailar a los chicos con trompetas, saxofones, guitarras y mucha onda. Habían muchos "red skins", que son como neonazis pero de izquierda. Gordos con la cabeza totalmente rapada lograban asustarnos un poco, pero al parecer eran más buenos que el pan batido con palta. De todas maneras la apariencia era dura y decidimos irnos antes de poner a prueba nuestras sociológicas teorías.
Ahora hay que aprovechar de descansar y seguir viviendo este verano invernal, donde el sol ha pegado menos que los latigazos en la espalda de Papas Fritas.


ajenjoverde@hotmail.com

2.03.2008

La sonrisa de Volodia


Por Ajenjo
Camino por la calle Pirámide, en Valparaíso y sigo a un hombre vestido de vaquero que tiene su cuerpo completamente pintado de color cobre. Es una "estatua humana" que se dirige hacia su lugar de trabajo con el pedestal en una de sus manos. Pienso en Volodia Teitelboim agonizando en una clínica de Santiago y mi mente se dispara hacia recuerdos añejos.
Hace unos siete años atrás andaba carreteando en Santiago, conociendo la nueva movida de Bellavista y sus alrededores. Me acompañaba una gran amiga de juergas, socia de viajes y autora de hermosos grabados. Entramos a un restaurante llamado "Off the récord" que se observaba bastante cuico, sin embargo, en una pizarra decía que Volodia Teitelboim sería entrevistado por el dueño del local. Sin pensarlo dos veces, y con varios litros de cerveza en el cuerpo, avanzamos hacia una mesa y nos pasaron una carta llena de tragos con extraños nombres. Pedimos mojito, un trago cubano que se hace con hierbabuena, pero que en Chile lo remplazan con menta y otras plantas aromáticas.
Empezó la entrevista a Volodia que simplemente se dedicó a contar su vida, llena de pasajes poderosos, donde los nombres de Huidobro, Neruda, de Rokha y Mistral se repetían constantemente y formaban parte esencial de una vida llena de literatura y política militante.
La conversa estaba tan rebuena que los mojitos empezaron a bajar poderosamente hasta reventar en el cerebro en forma de fuegos artificiales. La entrevista terminó y el dueño del restaurante, con otros socios, comenzaron a cenar. Era una comida en homenaje a Volodia. Yo pagué la abultada cuenta y avancé con el temor totalmente camuflado por el ron. Le dije a los comensales fuerte y claro: "soy un poeta de Valparaíso (porque en ese tiempo creía que era poeta) y le voy a recitar un texto dedicado a las prostitutas". El gran intelectual marxista levantó su cara blanca, extraña, con aspecto de viejo y sabio reptil y me miró. Ahí empecé a recitar los versos que hace más de 15 años le largo a la gente, generalmente cuando los látigos del licor azotan mis neuronas artísticas. Cuando terminé nadie dijo nada. Pasaron los segundos y un tipo, bastante desagradable, dijo "parece que tú soy el poeta de la putas de Valparaíso". Mi amiga grabadora me tiró de la polera y me aconsejó retirarnos a la tibia noche capitalina.
¿Habré estado bien?, le pregunte a mi amiga. "Por lo menos Volodia se rió varias veces y eso ya es mucho", me dijo mientras también sonreía.
Sí. Yo una vez le saqué una sonrisa a Volodia.

pancho667@hotmail.com