4.25.2008

Inti Illi Maiden


Por Ajenjo

Me estoy preparando para asistir al recital de Paul Di’ Anno en ElHuevo. El cantante fue un antiguo vocalista de Iron Maiden, que fue expulsado del grupo porque en la gira de Japón se caía por lo drogado en que se encontraba todo el tiempo. El tipo, al parecer, es un rockero duro de marca mayor y seguramente dejará su huella en Valparaíso.
También tengo programado asistir al recital de Los Jaivas e Inti Illimani, que está agendado para mañana en la Quinta Vergara.
¿Cómo te puede gustar la música folclórica andina y el heavy metal?, me preguntaban desde chico los puristas extremos, que no aceptaban la fusiones musicales.
“Son cuestiones de gusto no más”, decía cuando tenía 25 años y guardaba en mi mochila los discos de Marilyn Manson al ladito de Los Jaivas.
La parada de “metalero artesano” también se proyectaba en mi forma de vestir. Una polera de Cannibal Corps debajo de una chaqueta multicolor comprada en un mercado de Cuzco. Una camiseta teñida con anilina con sicodélicos remolinos junto a una chaqueta de cuero.
Esa extraña amalgama fue lo que me tocó vivir. La música folclórica la escuché desde pequeño y fue la franja sonora del gobierno de Pinochet. Entre medio llegó el rock pesado, que para un espíritu joven tiene el atractivo que otorga una cervecita helada.
Otro factor para explicar esta mixtura sonora son los amigos. Tenía compadritos que militaban en el satanismo rockero en forma pesada y extrema, mientras otros seguían con sus tímpanos pegados a las zampoñas, quenas y trutrucas.
De todas maneras existían puntos comunes. Los artesas y los trashers eran secos para tomar copete. El vino tinto en caja para los amantes del folclor y el ron barato para los rockers. La idea era siempre quedar bastante ebrios.
Uno de los grupos que ha logrado fundir el rock y el folclor fueron Los Jaivas. Todavía tengo en mi retina memorial la imagen de “Gato” Alquinta con sus pelos parados y pulseras de cuero.
¡Larga vida a Los Jaivas y Iron Maiden !

ajenjoverde@hotmail.com

4.19.2008

Ojos morados



Por Ajenjo

Salgo del cine impactado por la mafia rusa actuando en todo su esplendor. Después de observar la sobrevalorada "Sin lugar para los débiles" tuve la suerte de ver "Promesas del este" la última joyita de David Cronenberg, quien sigue siendo, para mi, uno de los directores más respetados.
Fui completamente sobrio y solo al cine. En toda mi lucidez mental. Recordé los tiempos en que meterme a las salas, a la hora que fuera, era un vicio solitario y persistente, que lo fui dejando por los avatares de la rutina de la sociedad trabajólica y consumista.
La película es violenta, muy violenta, sin embargo la semana pasada me pude dar cuenta que la fuerza bruta está presente en todos lados y pertenece a nuestra querida naturaleza de ser humano.
A mi hijo de siete años lo empujaron en su colegio por la escalera para abajo. Quedó con un machucón muy feo en su cabeza, que lentamente fue bajando y transformando su ojo en un pozo de tinta. Fuimos a Reñaca para aprovechar este abril veraniego y se paseaba de mi mano, mientras las personas pensaban: "santo Dios y pobre niño, como lo deben golpear en su familia". Onda la media violencia intrafamiliar.
Poco me ha importado en mi vida lo que piensan los demás. "Los grandes siempre están en la boca de los más chicos", me decía un compañero de universidad que era "pelado" hasta por la vieja del kiosco por sus extrañas costumbres para vestirse, hablar y actuar. Ahora, de la mano con mi hijo y su ojo entintado, nuevamente pensé que la gente habla por hablar.
Los ojos morados siguieron siendo una constante en mi vida. A mi querida madre la asaltaron en pleno centro de Viña. Un lanza le arrebató su cartera y se cayó, pegándose el medio cabezazo en la vereda.
Yo estaba saliendo de una tina con sal de mar y me estaba poniendo el pijama cuando me avisaron. Ahí empezó a operar "el efecto periodista" ya que el chofer de la ambulancia me conocía por las circunstancias de la pega y me llamó para contarme que mi madre estaba machucada y lloraba en una sala de la posta del Hospital Gustavo Fricke.
¡Menos mal que estoy sobrio!, me dije para mis adentros y salí disparado como una bala loca para abrazar a mi madre y llevarla devuelta a su hogar.
Ahí estuve acompañándola y regaloneándola, mientras su ojo se iba volviendo más y más morado.
Les contaría la vez que en la universidad quedé con el ojo morado, pero lo poco que me queda de recato me lo impide.

ajenjoverde@hotmail.com

4.12.2008

¿Dónde estás Gabriel?


Monseñor Enrique Barilari, con esa voz potente y firme que siempre lo caracterizó en sus misas de mediodía en la Parroquia de Viña del Mar, sentenció: "Sube a nacer conmigo hermano Gabriel Parra" y los aplausos y lágrimas brotaron en una amalgama confusa y triste.
La anterior escena corresponde a un día de mediados de abril de 1988, hace 20 años; junto a mi amigo Werner Lips nos habíamos fugado del colegio para asistir al funeral del baterista de Los Jaivas, quien había muerto en un accidente automovilístico, dejándonos solos, tristes y abandonados en el oscuro Chile ochentero.
Con mi amigo subimos al segundo piso de la parroquia, que había cerrado sus puertas debido a la masa de hippies que trataba de ingresar. Por primera vez en mi vida pude observar gente tomando cajas de vino en las calles. Eran la novedad máxima y fueron el principal bastón que tuvieron los asistentes al funeral para olvidar tanta pena.
Había pequeñas diabladas y grupos nortinos que tocaban pitos (también se los fumaban) y tambores. La salida de la parroquia fue un verdadero caos. En el puente Libertad, la masa se apretó para poder llegar al cementerio Santa Inés y perdí de vista a mi socio. Continué solo hasta llegar al camposanto y la gente se colaba por las paredes. El mito dice que le lanzaban cogollos de marihuana a la tumba mientras entonaban "Todos juntos". Yo no pude entrar y sólo me quedé afuera, mientras la policía dispersaba a los que no querían moverse.
Volví a mi casa cansado y triste, pensando que Los Jaivas también desaparecerían. No tenía idea de la existencia de Juanita, esa mujer gigante y bella de la que sigo perdidamente enamorado.
Cuando me hablan de Gabriel Parra, siempre cuento la historia de su funeral; sin embargo, prefiero quedarme con la imagen del diablo multicolor, que en una lisérgica danza transformó a toda la Quinta Vergara y logró mutar mis pensamientos y mi vida bajo la música que más he amado y defendido en mi existencia: el rock cósmico andino.
¿Dónde estarás Gabriel?
¿Acaso en los ojos de tu nieta llamada Kayla?

4.09.2008

Las caras de nalgas


Por Ajenjo

- ¿Sabe de algún lugar aquí en Valparaíso que tengan wi-fi para conectarse al notebook?
-“Claro, muchacho, aquí, suba al segundo piso y se podrá conectar sin problema -responde un garzón del restaurante Aqualuna, ubicado en la esquina de O’Higgins con Bellavista, en Valparaíso.
Nunca había entrado a ese local que durante largos años ha pasado por varios dueños; sin embargo ahora es un pub moderno y con un empeño en la atención y en el servicio que no parece ser porteño. Por 900 pesos sirven unos shop de una cerveza sureña tipo torobayo de gran tamaño cuerpo y color, además de unos sanguruchos y platos bastante ricos.
Me encontraba con mi amigo computín, quien por obligación tiene que estar en algún lugar con wi-fi, y observamos, comiéndonos unos suculentos Barros Luco, una terrible escena de pareja chilena. El novio, esposo o amante le decía a la muchacha: “¿Hasta cuándo vas a tener esa cara de nalga?”.
A través de mi corta e intensa vida he descubierto que la mujer chilena es seca para instalar cara de nalga en situaciones que le molestan y que sirven para amargar al supuesto culpable. Esas caras, que simulan ser también de “vaca empantanada”, tienen como objetivo echar a perder la noche y no existe remedio para transformarla o sacarla de una vez.
“Cómase lo que quiera, pida su trago preferido o ¿quieres ir al cine?”, le preguntaba el pololo a su novia para tratar de cambiar su aspecto facial; sin embargo, no sucedió nada y se fueron bastante amargados y deprimidos.
Nosotros seguíamos bajándonos los ricos shops torobayos y nos percatamos de que comenzó a funcionar un karaoke en el pub, situación que nos hizo retirar a nuestro querido Moneda de Oro, ya que no estoy en edad de escuchar a cantantes novatos.
Con nuestros gigantescos rones con Coca Cola en la mano conversamos sobre las caras de nalga de la mujer chilena y llegamos a la conclusión de que es la mejor herramienta o arma que tiene para destruir una noche de carrete y buena onda.
Mujer chilena, si estás leyendo esta columna, te digo humildemente: ¡que se acaben las caras de nalgas ahora mismo!

4.02.2008

Cordillera y Calamaro


Por Ajenjo

Estoy cruzando la Cordillera de los Andes en un bus de dos pisos y voy rumbo a Mendoza para asistir a un recital de Andrés Calamaro en el Estadio Talleres.
En la alta montaña, mi novia le pidió una mantita al auxiliar ya que el frío empezaba a calar los huesos, sin embargo no había y la amigdalitis avanzó sin transar.
Llegamos a las seis y media de la madrugada al terminal trasandino y un taxi nos dejó en el centro de la ciudad. Un hotel nos reservó unas piezas a las diez de la mañana y tuvimos que hacer hora comiendo facturas, tomando café y unas cervezas Quilmes mañaneras que anunciaron que el viaje estaría bastante achichado.
Antes del recital visitamos una parrillada argentina. Nos pedimos los medios bistocos y unos vinos Malbec que lograron llevarnos al ciberespacio. Caminamos alegres y felices por las sombreadas veredas mendocinas y encontramos un casino. Jugué unas cuantas monedas y me gané 50 pesos. Decidí convertirlos en dos vasotes de Chivas Regal y un fernet con coca, para aumentar la intensidad y apaciguar la ansiedad pre recital.
Un taxi nos llevó hasta el estadio. Ahí tuvimos la suerte de ver a un artista entregándose con toda la pasión posible a su fiel público. Me compré dos poleras y canté hasta desgarrarme las cuerdas vocales. ¡El mejor recital de mi vida!
Al otro día, cansado y con mi novia arrastrando un resfriado, comenzó la sesión de compras. Discos del grupo Intoxicados, poleras de encargo, botas para mi novia, muchos libros y una pizzería que terminó de calmar el hambre consumista.
En la tarde tuve que ubicar un motel, no precisamente para realizar lo que todos los seres humanos hacen en los moteles, sino que para mi novia descansara en una cama ya que la fiebre la tenía completamente trastornada.
En la noche, y después de comprar la mantita más cara de toda mi vida, volvimos a subirnos al bus de dos pisos mientras en mis orejas resonaba fuerte: "Esta noche, amiga mía, el alcohol nos ha embriagado. ¡Qué me importa que se rían y nos llamen los mareados!..."