3.30.2007

Un sobaco en la cara


por ajenjo verde


Mi novia santiaguina se cayó y quedó con un esguince cervical. Tiene que usar un cuello ortopédico, causando que sus movimientos se roboticen y tenga que estar en cierto reposo para evitar los dolores.
Por esta razón, y estrictamente por esta razón, tuve que viajar a la capital y vivir en carne propia el plan Transantiago, que lo puedo definir en cinco sencillas palabras: un sobaco en plena cara.
Me bajé de bus en la estaciónPajaritos a las 9 de la noche de un viernes. Me metí al metro normalmente y la gente corría como loca por lograr llegar a un asiento. Me quedé parado y me fui al final de un vagón donde me senté en el suelo. En la estación Universidad de Santiago entró una masa de gente increíble. Me paré como un resorte. Todos se apretaban y uno trataba de alejarse de las mujeres para que no lo acusaran de "manoseador".
De repente un sobaco de un trabajador chileno se estacionó en mi cara. Estuve más de diez estaciones con esa axila tatuada en mi ojo izquierdo. El calor era insoportable y los olores que emanaban eran asquerosos, vomitivos, putrefactos.
Mi novia me esperaba con su cuello ortopédico, mientras yo, con la cara sudada y el cerebro hecho jirones escuchaba sus cariñosas interrogantes: ¿Qué te pasa? ¿Qué ya no me quieres? En resumen trate de decirle que su ciudad, su capital, me apestaba.
Valparaíso tiene sus veredas y calles llenas de piñén, los mojones de perro florecen como rosas, las jaurías de perro atacan a los niños, explotan los edificios, se caen las cornisas, la gente es mutante, radioactiva, extraña, sin embargo es una ciudad tranquila y acogedora.
Una de las pocas cosas rescatables de la visita fue estar una hora y media en una librería de uno de los tradicionales templos del consumo. Adquirí Círculo Vicioso, de Germán Marín, que es un libro que es un duro bistec neuronal. De pasada saqué Ygdrasil, la primera novela ciberpunk chilena y Big Bad City, de extremista Enrique Symns. También me metí al cine y vi Apocalypto y salí bañado en sangre.
Todas esas cosas las pude haber realizado sin pasar por la experiencia del sobaco en la cara.


ajenjoverde@hotmail.com

3.23.2007

Heladero


Pido un barquillo con helado de menta afuera del Marco Polo, en la avenida Pedro Montt, minutos antes de entrar a observar la graciosa película "Música y letra", que muestra la decadencia en que están sumidos todos los que invocan como la gran moda la onda "ochentera".
Al tener el helado en mi mano recuerdo, sumido en una cierta nostalgia depresiva, cuando una vez trabajé en una famosa heladería en la galería Couve, en Viña del Mar.
Llegue hasta ese puesto de trabajo después de haber sido expulsado de la carrera de Derecho, en la UCV, por no conseguir los puntos necesarios para dar los exámenes orales. Estar de vago en la casa no era ningún aporte, por lo tanto partí a buscar trabajo a la heladería por el dato de un amigo.
En la jerarquía del local el puesto más bajo era el barquillero, quien tenía que enfrentar a la masa , que en pleno calor y estrés de las compras veraniegas quería mandarse un heladito para relajarse.
Las señoras gordas, aprovechando el cierre de la calle Valparaíso sólo para peatones, gritaban por su cono de helado de vainilla bañado en chocolate, mientras la gota de sudor e impaciencia me corría por la espalda.
La gente se amontonaba con sus fichas triangulares de colores y te insultaban por no atenderlas primero. Yo trabajaba junto a un socio, que después de media hora de recibir groserías en la cara les mandaba a las señoras un rosario de garabatos digno de Ripley. Las mujeres corrían donde el gerente, sin embargo nunca la cosa pasó a mayores.
Dentro de las copas que se vendía, existía una que se chorreaba con una pizca de coñac Tres Palos, y que se pedía muy poco. Junto a mi socio de los barquillos nos quedábamos lavando los platos en la noche, y aprovechábamos la soledad de la tienda para bajarnos el licor, que nos servía para anestesiar la paciencia y seguir en la heladería.
Esos eran los momentos más alegres de esa pega, cuando nos empinábamos toda la botellita y salíamos, cada uno para su casa, felices de haber cerrado el boliche.
El encargado siempre preguntaba: ¿por qué, si se han vendido sólo dos copas de crema al coñac, la botella aparece vacía todos los días?
Nuestras caras reflejaban claramente que nos habíamos pegado Tres Palos en la cabeza desde hacía varios días.
Al final dejé la pega y con la poca plata que me pagaron me largué al Valle de Elqui y quedé con el recuerdo eterno de que al pedir un helado al barquillero, hay que hacerlo con mucho respeto, como casi todas cosas que hay que hacer en la vida.

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3.16.2007

Tia Armenia


ajenjo verde

Durante mi infancia en Venezuela, entre los años 1976 y 1980, logré cosechar la amistad de dos simpáticos negritos que se transformaron en los más importantes "brothers" de mi niñez: Tito y Orlando.
Entre los 6 y los 10 años, armamos una pandilla en Caracas que andaba en patineta, se bañaba en las playas de Mamo, peleaba y jugaba como todos los niños del mundo.
Cuando decidimos retornar al gris Chile de los ‘80, Tito y Orlando nos acompañaron , ya que querían conocer la helada patria de sus amigos los chilenos. En Viña del Mar, a Tito la gente se le acercaba y le tocaba su encrespado pelo: "¡Pero si es el hijo de Pelé!", gritaban las señoras, afuera de una desaparecida pista de patinaje a un costado de la plaza Vergara.
Ellos retornaron a Venezuela y nosotros entramos al colegio, con vestón y corbata, y nos pusieron los "hermanos chévere", por nuestro acento honesto y tropical.
Hace algunas semanas tuve el honor de tener de visita a la madre de Tito y Orlando: mi querida tía Armenia.
La morena y hermosa señora llegó hasta mi casa en el cerro Alegre y compartió un asado junto a mi familia. Bebimos vino tinto y del otro y hasta unos tragos de ron me mandé, en medio de mi emoción.
Después fuimos a La Sebastiana, para que conociera la casa de Pablo Neruda. Yo, que vivo hace 10 años en Valparaíso, jamás la había pisado y tuvimos que presionar a las dormidas jovencitas-guías para que nos explicaran qué pelela o qué libro había usado el famoso vate.
En la noche reservé una mesa en el Cinzano para mi tía Armenia. También guardé un espacio para Carmencita Corena, quien la homenajeó con una canción del folclor llanero.
En el Chipi-Chipi no aguante más y saqué a bailar a mi tía, quien provocó la admiración de todos los presentes. Los comensales le metían conversa y le decían en tono de broma: ¡"Sí señol"!
Para variar tomé, tomé y tomé. Grité por el Everton y la gente me respondió: "¡Fuera!". Después mi taxista amigo, el señor Maureira, se llevó a mi madre y mi tía a Viña del Mar.
Yo seguí cantando y me subí a una silla y casi me corto los dedos con un ventilador del techo.
¡Adiós, tía Armenia, pronto nos veremos!

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