7.30.2006

Un cumpleaños pirata


Nuevamente estuve de cumpleaños, pero en esta ocasión me alejé de grandes fiestas y jaranas extremas y dejé pasar la fecha como una especie de sueño no asumido.
De todas maneras igual mis seres queridos me celebraron y mi novia me llevó a comer al Caruso unos ostiones a la parmesana con bastante vino tinto y un remate de apiao como bajativo. Qué curioso es este licor de apio, que no tiene competencia en frescura y en el punch que deja en el cerebro.
Nací el día que nació Simón Bolívar, un 24 de julio, y mi círculo de hierro me celebró en el bar Moneda de Oro. Al llegar me percaté que el refrigerador que guarda los colemonos estaba casi vacío. Un grupo de señoras había arrasado con el trago, por lo tanto sólo tuve que consolarme con la última botella y algunos rones con cocacola que calmaron la angustia de tener un año más de vida. El único regalo que me llegó fueron unos bombones con licor.
Un bombero, que es un amigo de un amigo, llegó hasta la mesa donde se celebraba mi cumpleaños. Lo acompañaba un carabinero con uniforme, que se sentó unos minutos a la mesa para conversar.
Dos amigos que llegaron atrasados me saludaron y miraban con suma incredulidad la presencia del carabinero en la mesa. ¿Habrá pasado algo? ¿Se lo estarán llevando preso? ¿Estará demandado?
El carabinero era muy simpático y para más remate era amigo de una de las Chicas Súper Poderosas que se encontraba en la mesa. Después de algunos minutos de bla, bla, bla, el uniformado se retiro.
¡Como nos cambia la vida!, fue la frase más recurrente en la conversación, mientras yo asumía la presencia del carabinero como uno de los gestos de reconciliación más extraños que he tenido en mi vida.
Nos comimos una chorrillana y finalmente nos retiramos temprano, ya que todo el mundo tenía que trabajar.
Al final uno de los recuerdos que más tengo tatuado en mi dañada cabeza es a mi hijo saltando en el cine, mientras imitaba los movimientos del gran Jack Sparrow, en Piratas del Caribe 2. Cada vez que salía el villano, con su terrible cara de anguila, el pequeño me tomaba la mano y la apretaba con suma fuerza. Al final terminó batiéndose a duelo imaginario con todos los piratas del mundo, mientras las yugoslavas del San Carlos, ese barcito de Las Heras, le miraban el rostro y le decían que se parecía físicamente a un argentino.
Al final pasó un año más de vida. Un año lleno de experiencias, viajes, botellas vacías y resacas infernales. Un año lleno de esperas y retornos, sin embargo todavía estoy asumiendo que tiene que llegar un despertador gigante e instalarse en mi oreja para salir a la calle y gritar: ¡estoy vivo!
ajenjoverde@hotmail.com

7.21.2006

¿A dónde van los bares que mueren?


Por Ajenjo
Seguramente la frase que titula esta columna pertenece a otra persona, sin embargo eso no es lo importante. Lo esencial es: ¿adónde van a parar las conversaciones, los vasos quebrados, los vómitos, las discusiones, las peleas y todo lo que rodea un bar? ¿Cómo es posible que con sólo cerrar un puerta e instalar un candado se muera un lugar así?
Esta pregunta comenzó atormentar mi cerebro luego de pasar cerca de la calle Arlegui, arriba de una micro, y mirar el lugar donde antes funcionaba el bar Correo.
Ese recinto viñamarino era muy particular, especialmente para un grupo de viejitos que todos los días le repetían a sus también viejitas esposas: "voy al correo y vuelvo altiro". Los ancianos se penqueaban de lo lindo con vino barato y cerveza y después llegaban a sus casas con una modulación bastante extraña.
En la década del ochenta había que tener 21 años para poder beber en un bar. Nosotros, con nuestros espinilludos rostros, llegábamos hasta las mesas y el dueño nos instalaba una buena dosis de Escudos. Quedábamos bastante "cuáticos" con el licor dorado y uno de nuestro amigos, en una especie de sicosis, se dedicaba a llenar de ketchup el envase de mostaza y viceversa. Después su gran obsesión era ver la cara de los comensales que se equivocaban.
Había un vejete que atendía en el bar Correo y que era bastante extraño. Siempre cuando la borrachera llegaba a su climax nos decía que en el segundo piso habían piezas para arrendar. Nunca nadie aceptó su invitación para "ir a conocerlas".
Otro bar viñamarino que se perdió en la memoria del mundo fue el Caribean. Ubicado a un costado del puente Libertad atendía hasta altas horas de la noche en un ambiente medio cuicón y mafiosesco. La leyenda dice que una bella mujer cantaba y que un periodista terminó enamorado hasta las patas de su voz y de su cuerpo. ¿Será verdad?
Ahora, cuando me encuentro en la barra o en las mesas del Moneda de Oro, del Cinzano, del Renato, del Vinilo, del Exodo, del Dominó, del Liberty o de cualquier bar porteño, pienso que todo desaparecerá, incluso nosotros.
A pesar de mi incredulidad religiosa creo que las cosas, especialmente los muebles, se cargan de la energía de las personas. ¿Cómo será utilizar una mesa que estuvo durante años en el Roland o en el American Bar?
Seguramente los vasos se caeran mágicamente y mancharán de tinto el mantel y los recuerdos.
¿Cómo es posible que todas estas cosas se esfumen y nadie diga nada?
¿Por qué los bares no tienen vida eterna? ¿Por qué?

ajenjoverde@hotmail.com

7.16.2006

Santiasco


Dedicado a todos los que aman la vida provinciana

Mi novia llegó nuevamente de Barcelona, pero ahora a quedarse con maletas y petacas a Chile y , si la suerte nos acompaña, a nuestro querido Valparaíso.
Pasamos el viernes en el Moneda de Oro, el Caruso , el Cinzano y finalmente El Máscara, donde terminé dando un jugo de proporciones, pero que tenía justificación en la emoción de la llegada.
El sábado partí a Santiago, donde nuevamente fui recibido con mucho cariño por la familia de mi chiquilla, y almorzamos unas ricas costillitas, con vino tinto y un conversador remate de ron.
En la noche asistí a un cumpleaños en plena comuna de Las Condes, donde conversé con un grupo de animados abogados, entre los que se contaban defensores penales, jueces de menores, relatores y una fauna leguleya bastante simpática. Se habló bastante de la delincuencia, de la reincidencia y de las cárceles.
A las tres de la mañana mi novia me levantó sus cejas y dejé el vaso de Cuba Libre en la mesa y salimos a buscar un taxi. Un tipo, que tapaba su cabeza con un gorro y un jockey nos miraba curiosamente.
Yo, asustado y precavido, le dije a mi novia que mejor esperáramos que el tipo se retirara. "¿Qué me estay mirando?", me gritó, mientras corría agresivamente hacia mi encuentro. No lo pensé dos veces y salí disparado en busca de ayuda. Gracias a mi santita que siempre me cuida, nada me sucedió y el tipo se diluyó en la violenta noche capitalina.
A las cuatro de la mañana ya estaba acostadito en una pieza de la casa de mi mujer, cuando unos gritos me alertaron. Afuera se armó una pelea cinematográfica entre varios jóvenes totalmente alcoholizados.
Se pegaban brutalmente correazos, se sacaron las camisas y se abollaban los autos a patadas. Mi novia llamó a carabineros y primero llegó una camioneta de seguridad ciudadana, que sólo se limitó a anotar en una libreta las patentes de los protagonistas. Y todo esto en la cuica comuna de Las Condes.
Al final llegó la policía y todo, al parecer, se había calmado. Traté de volver a conciliar el sueño cuando otro automóvil volvió a la carga y supuestamente reventaron algunos vidrios de la casa.
Al otro día el comentario en el desayuno de la violencia fue obligado. "¿Esto seguramente también pasa en Valparaíso?", me preguntaba mi nueva suegra. "Sí", le respondí, sin embargo no tengo recuerdos cercanos de noches de violencia tan extremas.
¿Que le pasa a los santiaguinos?, me preguntaba mientras tomaba el bus en la estación del metro Pajaritos.
Viví en Caracas durante seis años de mi vida y conocí de cerca la cara de la delincuencia de las grandes urbes. Me robaron más de cinco veces mi patineta y una vez hasta me apuntaron con una pistola, mientras un grupo de hombres con medias en la cabeza asaltaba el negocio donde compraba jugo y queque para llevar al colegio.
Creo que las grandes concentraciones de seres humanos sólo sirven para sacar lo más horrible de nosotros. El vivir achoclonados sicotiza a los hombres y les instala la violencia ciega en la cabeza.
¡Amo la provincia, pero también amo a mi santiaguina! ¿Que puedo hacer?

ajenjoverde@hotmail.com

7.06.2006

Me robaron la manito


Llevo viviendo casi diez años entre los cerros Concepción y Alegre y mi contacto con la delincuencia siempre ha sido mínimo; sin embargo, el viernes pasado me robaron la manito de la puerta de mi casa, esa que le sirve a las visitas para anunciar que ya llegaron.
Me percaté del robo cuando apareció una amiga santiaguina, junto a un colombiano, a pasar un distorsionado fin de semana en Valparaíso. Llamaron a la puerta cerrando su puño y golpeando la madera, situación que me pareció muy rara.
La manito, a la que le tenía mucho cariño, era de mujer y con un hermoso anillo en uno de sus finos y largos dedos. Era de bronce y ahora seguramente estará recostada en un paño en la feria de la calle Merced y el reducidor cobrará 15 lucas al interesado que se la quiera llevar.
Apesadumbrado por el robo, comenzó el carrete con los invitados. Compramos comida china para llevar en el Pekín y varias botellas de tintolio. En la mesa de mi casa la conversa estuvo presente hasta las 5.30 de la mañana.
Al otro día, y con bastante daño neuronal, partimos a la chanchería Sethmacher, en el Barrio Chino, para comprar longanizas y costillar y tirarlas a la parrilla eléctrica. Lamentablemente, el tradicional negocio sólo atiende hasta las 13.00 horas los días sábado. Para pasar la tristeza fuimos a Liberty a calmar la sed.
En ese bar, lleno de curaditos patrimoniales, nos tomamos una cervecita de litro que arregló todos los problemas y vimos cómo Portugal eliminaba a los penales a Inglaterra, en una pequeña televisión instalada arriba de un refrigerador.
En un supermercado nos abastecimos de las cosas para el asado y volvimos a mi casa con su puerta huérfana y comenzó la fiesta.
Desde las cuatro de la tarde hasta las doce de la noche resistí bien, sin embargo, el sueño me invadió y decidí ir acostarme, advirtiéndole a los invitados que la cosa estaba llegando a su fin.
Uno de mis amigos me dijo que había llamado por teléfono a un grupo que recién comenzaba a carretear y que venían por la plaza Aníbal Pinto con ron y tinto.
"Yo no doy más", dije, y me fui acostar a la pieza totalmente derrumbado. A la 1.30 de la madrugada sentí gritos y música fuerte en la cocina. Con mi pijama invernal de algodón bajé la escalera y llegué hasta el centro del carrete y dije: "¡por favor, estoy durmiendo arriba con mi hijo, pueden irse a carretear a otro lado!".
Todos salieron corriendo con rumbo a La Máscara, mientras yo retornaba al colchoncito y a la calma del sueño.
Al otro día, y con un sol espectacular, terminé recorriendo el Museo Naval junto a mis invitados extranjeros, mientras seguía pensando en la manito robada de la puerta y su incierto destino.

ajenjoverde@hotmail.com