8.11.2005

Ruso negro


"Generalmente, la inconsecuencia cumple una función social" León Trotsky


Odio los tragos complejos que llevan cinco tipos de alcoholes
diferentes, que los encienden o les ponen frutas o aceitunas.

Odio los paragüitas de papel, los vasos con ramas flotando en
su interior o componentes exóticos y agridulces. Me gusta el
whisky en las rocas con una gota de amaretto, el Cuba Libre y
las piscolas con hielo. Tengo algunas excepciones, como los tragos
con limón , ya que esa acidez potente me embriaga rápida y poderosamente.

Odio el sushi y todo lo que lo rodea. Esa manga de snobs que
se reunen a comer arroz helado con minúsculas porciones de salmón,
queso, kanikama, aderezado de jengibre japonés y wasabi, me parece
decadente. Cómo un grupo de comensales puede comparar un pedazo
de salmón frío sobre un arroz sin sabor, a un ceviche peruano
o a una merluza frita con tomate y cebolla.

Esos eran mis odios, hasta que el amor juvenil tocó a mi puerta
y el adictivo sabor que segrega el ser inconsecuente bañó mis
delicadas neuronas. "Todo cambia", canta la gorda Mercedes Sossa,
"todo cambia", entono muy feliz, mientras un trago llamado Ruso
Negro me lanza hacia el espacio y un roll con camarones calma
mi apetito.

La culpa es de Jacobé, que sólo tiene 25 años, y quien es actualmente
mi lazarillo en el mundo del alcoholismo ilustrado. "Es que el
amor tira más que una yunta de bueyes, hermano", me replican
mis brothers.

La primera inconsecuencia me la mande en el Barlovento. Ese famosillo
cubo de cemento emplazado en los alrededores de San Martín, sector
ya conocido como la "Suecia viñamarina", aludiendo a la decadente
calle chantiaguina llena de pubs y restaurantes.

Venía con bastantes cervezas en el cuerpo desde la playa de Cochoa
y de un asado a la parrilla eléctrica con mostos de buena cepa.
Me entregaron la carta de tragos y Jacobé puso su fino dedo bajo
el atractivo nombre de Ruso Negro. "Con dos de éstos vas a quedar transmitiendo más de lo que ya estás transmitiendo", me sentenció la abogada. La miré a la cara
y estaba dispuesto a lanzarle toda la perorata de los tragos
compuestos. Sus ojos brillaron más y mi boca sólo exclamó: "Un
Ruso Negro, por favor".

Me sirvieron una buena dosis de agua rusa con licor de café.
Me tomé dos y, obviamente, salí con la radio cerebral en una
frecuencia bastante distorsionada.

La segunda inconsecuencia se hizo presente cuando preparó un
sushi en mi casa. Desde las siete de la tarde estuvo lavando
arroz, cortando salmón, queso filadelfia y otras delicias. Después
enrolló y enrolló tubos con un alga negra, mientras yo los separaba
con un cuchillo y los depositaba en fuentes y platos.

Mi grupo de amigos empezó a llegar a goteras desde las nueve
de la noche. La mesa estaba resplandeciente y todos alababan
el trabajo estético de la chef. La fiesta fue un éxito y lo comprobé
en la mañana, cuando la cocina estaba convertida en Chernobyl
y las botellas y copas vacías seguían emitiendo la entretenida
radioactividad de una noche de juerga y amistad.

Nos despertamos tarde y almorzamos más sushi. Me devoraba las
exquisitas pelotas de arroz, y pensaba en cuántas inconsecuencias
más me veré involucrado en la vida. Mientras sean situaciones
relacionadas con el trago y la comida, el asuntillo no se torna
tan peligroso. Sin embargo, nunca hay que escupir al cielo. Nunca.

ajenjoverde@hotmail.com

1 comentario:

Anónimo dijo...

Risible lo de las contradicciones. El amor ablanda?? por otro lado un ruso negro no tiene nada de complejo, es un buen trago y se bebe a lingotazos.
bueno si una mina te hace comer sushi no quisiera ver que haces por plata viejo.
Aveces escupir al cielo va, porque aunque no lo creas las vacas vuelan...

(es segundo articulo tuyo que leo)