1.27.2009

Camino a San Pedro de Atacama


Por Ajenjo


Voy camino a San Pedro de Atacama, el antiguo centro alucinógeno de los Incas, hoy convertido en una especie de Disneyworld arqueológico.
Durante mi etapa de hippie irresponsable y loco visité varias veces este pequeño pueblo, que siempre me acogió muy bien.
La primera vez llegué a dedo a San_Pedro desde La Calera. Fue un viaje increíble a bordo de tres camiones y con una polola playanchina, que cuando se enojaba, me lanzaba grandes tarros de champú por la cabeza.
En esa ocasión conocí la alucinante Quebrada de Jerez, una cicatriz verde en medio del desierto, que nos permitió acampar y bañarnos en ricas pozas con cascadas.
Después volví con una antigua pareja y conocí los geyser y el Valle de la Muerte.
Tuve la posibilidad de tomarme unos tragos de vino de garrafa con un loco llamado "el tur", ya que se paraba afuera del terminal de buses y les ofrecía a las gringas conocer San_Pedro de su brazo en un improvisado "tour a pata".
Estaba bastante alcoholizado y con lo que le pagaban las turistas se rajaba en las noches con unos garrafones de mal tinto, que bebíamos en el camping relatando y escuchando historias y mentiras que sólo el trago saca.
Hace diez años fui por última vez y me encontré que San_Pedro ya estaba cambiado y la negra uña del comercio consumista se estaba apoderando del lugar.
Unos gringos con pinta de vaqueros de Malboro no me dejaron bañarme en unas aguas termales que bajaban por un río, "ya que está reservado para turistas extranjeros".
Reclamé, pero cuando llegaron varios Malboro arremangándose las mangas de la camisa, tuve que salir.
Ahora, que viajo a este lugar para mostrarle a mi hijo uno de los territorios más distorsionados de Chile, me meto a internet y encuentro que el pueblito está lleno de hostales y restaurantes del tipo "finoli étnico", donde te cobran un ojo de la cara por una pizza con un poco de choclo y un poto de alcachofa en el medio.
Yo, porfiado como pocos, sigo con mi carpa a cuestas, para tratar de revivir experiencias que están tatuadas en mi memoria, pero que corresponden a una etapa de la vida que ya no volverá, pero que uno se empeña en resucitar.


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