6.07.2007

El eterno resplandor de una almeja


Existen lugares y objetos que se transforman en paisajes esenciales del recuerdo humano particular. He visto gente guardando trozos de pelo, dientes de niño, entradas de cine, boletos de micro y una interminable lista de cosas que tienen, para el sujeto individual, una connotación maravillosa y mágica, pero para el resto son basura.
A mí me pasa esta situación con un lugar y un objeto: Maitencillo y las almejas.
Me ha tocado estar comiendo ese bicharraco marino en las rocas ubicadas frente a la caleta de pescadores en diferentes situaciones de mi vida. Una vez estaba tan trastornado por los remezones emocionales que no escuchaba ni siquiera el ruido del mar. Mis amigos me hablaban y sólo observaba su boca moviéndose rítmicamente, sin embargo no existía sonido alguno. Grave.
Hace algunos días volví, como un ritual sagrado, al mismo sitio. Con mi novia y mi brother oftalmólogo compramos un kilo y medio de almejas. Yo me fui a mi querido ex negocio "Paranga" y me llevé unos limones y una cervecita en lata para mi bella compañera.
Sabiamente había sacado un vino blanco del refrigerador y lo había metido en una bolsa con hielo para beberlo con las almejitas.
Mi amigo sacó un cuchillo y un sacacorchos y nos mandamos casi toda la bolsa de moluscos. Algunas fueron ofrendadas a las gaviotas, ya que el estómago estaba para tocar batería.
Alguien gritó: "¡vámonos pa’ Zapallar" y partimos a conocer el mítico restaurante César, donde políticos democratacristianos gastan sus lucas en ricos manjares.
Los mozos nos atendieron como si fuéramos parroquianos de toda la vida. Nos convidaron cigarrillos y pusieron en la mesa locos, camarones y empanaditas de mariscos. Pisco sour, kir royal, vino blanco y mucha menta de bajativo confirmaron un cuadro bastante elevado a nivel cerebral.
"Aceptan cheque o tarjetas", le preguntó mi brother a los mozos. "Lo siento muchacho, aquí sólo efectivo", fue la respuesta. "Debe ser porque viene mucho politiquillo", replicó el médico envalentonado por la bebida. Las risas fueron generales y tuvimos que ir a un servicentro en las afueras de Zapallar a buscar los malditos billetes.
Después tratamos de ver el famoso rayo verde del atardecer y terminamos en una eventualidad que estas páginas no pueden revelar. Me autocensuro por el bien de todos.

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