
Estoy sentado en el Play Back Estudio del Parque Arauco de Santiago. Es una mezcla entre un estudio de grabación, restaurante y bar. Puedes grabar tu disco, comerte unos sandwich y tomarte los copetes.
Esas son las raras mezclas que hacen los santiaguinos (¿o chantaguinos?) en sus hermosos mall, que copiamos en forma desesperada en la sana y verde provincia.
Estoy en la capital porque estoy expiando mis culpas amorosas. Aprovecho un gigantesco y moderno cine (¡que tienes salas con sillones de cuero reclinables y bar!) para ver "Los infiltrados", de Martin Scorsese.
Obviamente no les voy a contar la película, sin embargo la imagen de Jack Nicholson con una pecera llena de cocaína de alta pureza lanzándola a una cama para agasajar a una modelo negra es algo que queda tatuado en las neuronas.
Terminé tomando cerveza y Kir Royal, el trago preferido de mi bella novia, en el bar-estudio, mientras relacionaba en mi mente el nombre de este famoso centro comercial: Parque Arauco.
¿A quién fue el que le cortaron las manos? ¿A Lautaro o Colo-Colo? ¿Y a quién sentaron en la pica? Le pregunto a mi acompañante, mientras asumo que a los indios los españoles los hicieron polvo, pero nosotros en homenaje levantamos un gigantesco templo del consumo y lo bautizamos con el nombre de las víctimas. Bonito detalle de estos chantaguinos.
La reflexión indígena me siguió dando vueltas y nuevamente me encontré con el tema por el partido de Colo-Colo. Junto a Dióscoro Rojas, guaripola de los guachacas, y otros amigos, vimos el encuentro en el Moneda de Oro. A la octava botella de cola de mono el mozo advirtió: "Se acabo chiquillos, así que hasta aquí no más llegaron". Justo el partido había terminado y los colocolinos saltaban de alegría por el triunfo.
Dióscoro quería comer pan tostado con mantequilla . Entramos a más de cinco fuentes de soda y en todas nos dijeron que vendían sandwich de todo tipo, "pero de ese estilo no tenemos". ¡Cómo puede ser posible!
En el bar Mi Casa nos atendió una hermosa señorita que gentilmente accedió a tostar el pancito, "pero le vamos a poner manteca no más, ya que aquí no se trabaja con mantequilla". Dióscoro aceptó la oferta, sin embargo en la cocina se apiadaron del gran guaripola y le pusieron paltita molida y su correspondiente taza de te.
Yo me empipé una cerveza de tres cuartos y transmitiendo en frecuencias extrañas terminamos la noche hablando, como siempre, de política y de la ajetreada contigencia nacional.
Me fui a la casa caminando, mientras mascullaba para mi interior un grito desesperado: ¡Cómo es posible que no vendan pan tostado con mantequilla en las fuentes de soda de Valparaíso!
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