10.16.2006

Un loro en Los Andes


Estoy escribiendo este texto desde un cibercafé en Mendoza. Hace diez años que trabajo en el diario y por primera vez me mandaron a una visita al extranjero. La idea me emocionaba, más aún porque teníamos que cruzar la mítica Cordillera de los Andes en un minibus, junto a un grupo de colegas que también viajaban a esta fome ciudad trasandina.
El mini bus había que abordarlo afuera de la Intendencia Regional. El periodista a cargo pensó que era mejor que almorzáramos en el Moneda de Oro, ya que así tendríamos menos paradas en el camino. El grupo estaba conformado por los periodistas de TVN y de UCV y sus respectivos camarógrafos, el reportero del Mercurio, el periodista institucional y quien escribe, además del simpático, amable y paciente chofer. Para asombro de mis colegas, me almorcé una botella de colemono y una empanada camarón queso, lo que me dejó bastante chispeado. Ellos bebieron cervezas y me interrogaron sobre mi adictivo gusto al lechoso licor.
Ya arriba del minibus comenzaron las conversaciones que se tienen entre puros hombres: mujeres, alcohol, mujeres, algo de política, mujeres, pelambre de autoridades varias, mujeres, gastronomía y vinos, mujeres y mujeres.
El calor que empezaba a dañarnos antes de llegar a Los Andes logró que convenciéramos al periodista institucional de realizar una parada. Creo que la localidad era Panquehue y el restaurante era un humilde recinto especializado en el jabalí. ¿Se imaginan un restaurante con mantel de plástico y una garzona gordita y crespita, que ofrece un filete de jabalí con puré picante? Bueno, así están las cosas en esta rara y hermosa franja de tierra llamada Chile.
El sediento grupo sólo quería beber y, pronosticando que ya no pararíamos más, me lancé una piscolita para amenizar la tarde y la conversación entre mis compañeros. Ahí tome la guaripola de la charla. Hablé, hablé y hablé hasta que alguien dijo: "¿Por qué no te quedas callado un ratito, ya que no tienes hinchadas las neuronas?". Tenían razón, ya que había contado chistes, hablado sobre las intimidades más profundas de mi vida, además de disertar sobre sociología, religión y misticismo extremo.
Comenzó la distorsionada subida Caracoles. Apareció la nieve y los túneles, el Hotel Portillo y el fin de Chile. Yo trataba de dormir, pero mi lengua inquieta y alcohólica seguía con ganas de tener una oreja amiga.
A la medianoche recién habíamos llegado a Uspallata, un pueblo donde me comí el primer bife de lomo. Tomamos unas cervezas y seguimos hasta llegar a Mendoza, donde al final quedé durmiendo en una cama de media plaza y un calor insoportable y pegajoso.
A la espera de los actos oficiales fui a unas librerías. Compré "El libro de Caín", de Alexander Trocchi, y otros filetes. Seguí tomando cervecita Quilmes sentado en una de las veredas de la ciudad, mientras el periodista institucional me decía que diéramos una vuelta por el casino antes de ir a conocer unas viñas.
¡Harto fomeca Mendoza! Ahora entiendo por qué durante decenas de veranos los argentinos llegaban hasta nuestras playas a quitarnos nuestras pololas. Las chilenas serán más feítas, pero están insertas en un pueblo mucho más entretenido y bello geográficamente.
¡Viva Valparaíso, mierda!

ajenjoverde@hotmail.com

1 comentario:

Anónimo dijo...

Saludos amigo ajenjo, espero tener el placer de trabajar nuevamente con usted, pero no en las correrías que anda con litre rojo.
Su relato resulta, al principio, bastante predecible, pero nos sorprende con sorpresas tales como salir de la ritina y tomarse una "piscola", que combinda con jabali, queso y camarones, además de una botella de colemono debe ser un tanto pesado para el estómago. Menos mal que no se apuno en el viaje por que si nos sus compañeros habrían terminado....., bueno mejor ni pensarlo. Saludos al Inspector Pipeño que se sienta detras suyo, además un beso a la Zuliana (su amiga personal).
Con respeto, su admirador literario
Sir Thomas Lock Essea