8.10.2005

El tocadiscos colombiano


"¿Sabes? A veces creo que tengo un tocadisco instalado en el cerebro y todos los días la aguja baja y toca la misma música", le digo a Simón, hijo del actor Francisco Reyes, quien es uno de los invitados que pululan en mi casa, que está convertida en una pensión veraniega.

"Todos tenemos un disco, lo importante es que no se raye", me responde el sabio muchacho, mientras seguimos trabajándonos un suave ron tropical de marca "Viejo de Caldas", y el reloj avanza en forma implacable hacia la medianoche de Año Nuevo.

Al grupo se integró una pareja de simpatiquísimos colombianos y una amiga "chilanga" por adopción (como les llaman a los que viven en la capital de México). Todos bebiamos con ansiedad y decidimos llenar un cooler con hielo y partir al Paseo Yugoslavo a observar los fuegos artificiales.

Miles de jóvenes se esparcían champaña por el cuerpo y el olor a marihuana paraguaya invadía toda la plazoleta. ¡Son las doce!, gritaron todos y me fundí en un abrazo con mi amiga mexicana, prometiéndonos felicidad y buenaventura para todo el 2005.

La fiesta siguió en ese lugar durante toda la noche y me acosté bastante dañado. Salí de mi pieza a las tres de la tarde y sólo atiné a balbucear algunas palabras y continué acostado. Me sentía bastante enfermo e intoxicado para seguir la parranda de final de año.

La juguera conformada por los Carnavales Culturales y la fiesta con fuegos de artificio había sido bastante extrema. Por mi memoria desfilaba el Rockódromo emplazado en la ex Cárcel de Valparaíso, con La Patogallina Sound Machine cantando a todo pulmón: "¡La mandanga es buena pa' gozar!". También aparecía el lanzamiento del libro de Eduardo Parra en La Matriz y el recital del Ensamble Stalker, con Chico Toto y el trompetista loco.

La última noche de carnaval llevé a la pareja de colombianos al recital de Tommy Rey en la avenida Pedro Montt. Los chicos se sentían como en Medellín y la cumbia chilena resonaba fuerte en medio de la challa. Seguimos en el Barrio Chino y quisieron tomar unas piscolas en el Lo de Pancho. Para variar terminamos en el Cinzano, donde la "mexicana" se cayó de la silla en medio de las carcajadas de Carmen Corena.

Como a las dos de la mañana, y para impresionar más a los extranjeros, nos metimos a los laberintos del cerro Concepción y llegamos al mirador Gervasoni. La colombiana se puso a llorar por la emoción y me percaté de que la juerga porteña debía terminar.

Antes de que se fueran a Santiago fuimos al cementerio de Playa Ancha, donde aproveché a dejarles unas velas al santo asesino. Paseamos por la feria de antigüedades y comimos una chorrillana en el O'Higgins. Subimos por el ascensor Polanco y observamos un incendio y un viento huracanado que azotaba violentamente a Valparaíso.

Cuando el taxi los pasó a buscar me envolvió una nostalgia de amistad. Les prometí que los visitaría en Colombia, donde llevaría en una caja un poco de viento y mar de Valparaíso, además de las respectivas botellas de tinto y pisco.



ajenjoverde@hotmail.com

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