8.09.2005

Creciendo con Aldo Francia


Hay olor a cine en todo Viña del Mar y sus alrededores. Ya he visto más de diez cintas, entre largos y cortometrajes y siempre aparece entre mis alteradas neuronas del recuerdo la figura de Aldo Francia.

Los primeros festivales se caracterizaron por realizar profundos homenajes al director, que muchas veces fueron criticados por su constante repetición, no obstante yo siempre manifesté que nunca serán muchos las ofrendas cinematográficas que hay que rendirle a este gran hombre del cine chileno.

La familia Francia nos arrendó una casa en el pasaje Portugal, en Chorrillos, donde viví diez años. La vivienda era pareada y la parte trasera, con un gran patio, era la residencia del médico y su esposa Erika. La parte de adelante era el hogar que nos cobijaba a mí, mis dos hermanos y mis padres.

La primera vez que hablé con el doctor Aldo tenía trece años de edad y estaba tocando la flauta sobre el muro de la cancha de fútbol del antiguo Seminario San Rafael de Viña del Mar. Me señaló que practicara mucho y que el sonido era muy agradable.

Mi padre siempre nos contó que era un gran cineasta y pediatra y yo respetaba mucho su imagen, que día a día se deterioraba por el maldito Parkinson que recorría su cuerpo violentamente. Él me diagnosticó y me trató una rubeola, un sarampión y otras enfermedades infantiles.

En las primeras protestas contra el gobierno de Pinochet, a mediados de los ochenta, don Aldo era uno de los pocos que sacaba su cacerola y la hacía sonar estrepitosamente, mientras nosotros lo mirabamos curiosos por las ventanas. También observabamos a su hijo Claudio, que en otra casa, pintaba cuadros albinegros de fusilamientos y horrores humanos.

Después don Aldo comenzó a regalarme cuatro entradas gratis mensuales para el Cine Arte de Viña del Mar, del cual era socio fundador. Gracias a la complicidad del portero pude superar la barrera de la censura, que en esos tiempos alcanzaba hasta los 21 años, y pude ver ciclos de cine de Fellini, de Bergman y especialmente uno de Fassbinder, que actuaron como un arado en mi cerebro en crecimiento.

La familia Francia pudo ver cómo muté de un pequeño niño flautista a un hipie de largos cabellos, amante de la anarquía, y siempre me apoyó. Yo por mi parte pude comprobar el mortal trabajo del Parkinson en el cuerpo de ese gran hombre.

El momento más triste llegó cuando nos pidieron la casa. Tenía 21 años y me sentía el joven más revolucionario de todos los tiempos. Nos hicieron una cena de despedida, donde mi padre les explicó en forma graciosa y benevolente que ellos habían influido mucho en su hijo hippie. Me pidió que hablara, pero un nudo terrible me apretó la garganta y las lágrimas se asomaron dispuestas a estrellarse contra todos. No dije nada, pero todos entendieron.

La familia Francia fue una de las mejores influencias de mi vida, que logró convertirme en poeta y asumir la vida desde una postura humanista y generosa, donde todos tenemos cabida para amarnos en paz.



ajenjoverde@hotmail.com

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