5.22.2006

Los recuerdos son cicatrices


Por Ajenjo

¿Por qué todas las personas que venden sánguches de potito son gordas?, le digo a mi hijo a la entrada de la galería donde está la barra del Everton. El niño me mira con cara de obviedad. Está claro que quien vende esos productos se come la mitad de lo que produce.

Llegué a Sausalito cinco minutos antes que el partido entre Everton y Wanderers comenzara. Saqué mi entrada de tres lucas para la galería Laguna, donde me esperaba la barra del Everton en gloria y majestad.
Desde que tengo uso de razón soy del Everton. Mi padre me llevaba a los partidos cuando el equipo oro y cielo estaba en segunda. Las "viejas" del Everton, que se ubicaban en la tribuna Andes me alimentaban de sánguches, mientras mi progenitor se llenaba el cerebro de cerveza. En los ochenta vendían alcohol en el estadio y todos los hombres les pedían permiso a sus esposas para ir un rato al estadio a relajarse. Ahora hay que llevar el líquido vital escondido entre las ropas. Las cosas cambian para mal.

Sin nada que beber, y con el crío al lado mío, entré a la galería.
La cosa está fuerte. Todos los evertonianos están metidos en el mismo lugar y sólo faltan segundos para que los equipos salgan a la cancha.
Me siento en el ala izquierda de la galería y le pregunto a mi hijo: ¿Tú soi de Everton? "Soy del Wanderers", me dice con una risa de oreja a oreja.
Le digo que se quede callado, que a los cinco años de edad que tiene seguramente no le pasará nada, pero que no ande gritando por su preferencia verde en plena barra evertoniana.
¡Te pueden hasta pegar un combo en el hocico! le digo. Trato de cambiarle su mente y le explico que aunque uno viva en Valparaíso, como yo, igual puede ser "guata amarilla".

El partido comienza. El primer tiempo es ultrafome. He visto muchos cero a cero en este estadio mundialista y ya no quiero más. Pienso que es una maldición, mientras mi cabro posa su cabeza en mis piernas aburrido de un fútbol mediocre y decadente.
En el entretiempo me compro un sánguche de pernil. Me costó 500 pesos y me lo vendió una gordita con ojos picarones. Al niño le embutí una leche en cajita y un paquete de galletas con forma de animales.

Comienza el segundo tiempo y empiezan los goles del Everton. El primero lo sentí en el baño, ya que al pequeñín le dieron ganar de evacuar y mientras le pasaba el papel confort, en los subterráneos del estadio, sentimos el grito desgarrador de los hinchas evertonianos.
Lo limpié en un dos por tres y subimos a nuestro puesto en la galería. La fiesta estaba re buena y los wanderinos al otro lado lloraban con decenas de bengalas.
Desde la galería del Everton empezaron a salir fuegos artificiales. Explotaban en el cielo igual que en el Año Nuevo y mi cabro empezaba a poner cara de evertoniano.
El segundo gol llenó de alegría toda la galería. Mi hijo mutaba de wanderino a evertoniano. ¿Podrá ser cierto?

Después, caminando por la avenida Los Castaños, en busca de la micro, pensaba en la mente del pequeño.
Los recuerdos son cicatrices en el cerebro.


ajenjoverde@hotmail.com

2 comentarios:

Anónimo dijo...

buena loco tu comentario y si soy del everton mejor

Anónimo dijo...

Tu hijo sabe lo que es weno , lo mas seguro cuando cresca mas y siga en el Patrimonio de la Humanidad se aferre mas al sentimiento y pasion que provoca wanderers en cada porteño.
Me agrada tu hijo , tiene agallas , sabiendo que tu eres del everton , el te dije que es caturro , ahi ya se nota que es choro.

Saludos