5.05.2006

Aterrizaje forzoso



Aterrizar después de un largo viaje no es sólo un fenómeno físico, sino que también es una acción mental que conlleva mucho esfuerzo y sacrificio. Estar un mes dando vueltas por diversas ciudades musulmanas del norte de Africa y carretear en las callejuelas del bario Raval de Barcelona para después volver a reinsertarse en la realidad laboral, familiar y social es algo complejo que necesita tiempo y reflexión.
Uno puede bajarse del avión, no obstante el cerebro sigue viajando a mil por hora y la realidad se disuelve y se transforma como un flan de caramelo.
Al llegar al terminal de buses de Valparaíso con más de 30 kilos de carga distribuidos en mochilas y bolsos lo primero que hice fue discutir con el taxista para que me llevara a mi casa en el cerro Alegre por un módico precio. No lo logré y el conductor pirata se llevó las pocas lucas que me quedaban.
Entré a mi casa, respire hondo y tocaron la puerta. Llegó mi madre, mi hijo, una amiga y todos juntos partimos al restaurante Caruso a celebrar mi llegada con ceviche y vino blanco.
Mi santa madre pidió un pez llamado “vieja” con arroz. La frase “yo jamás me he comido una vieja” me salió en forma automática, provocando un estallido de risas en la mesa.
Después de ese gastronómico recibimiento me fui al Moneda de Oro a rellenarme de colemono. Eran las seis de la tarde, pero para mi era la medianoche, debido al terrible cambio de horario que existe entre Europa y América.
Dormí por varios días sin asumir muy bien la hora en que me encontraba. El término de todo este proceso, conocido científicamente como “jet lag”, fue una fiesta en mi casa que me auto organicé para agasajar a mis grandes compañeros de la vida.
Preparé variadas tapas españolas, con quesos, champiñones, aceitunas y salmón ahumado. Traté de hacer una tortilla de patatas, pero casi quemo la cocina y cuatro sartenes. Mis amigos llegaron a la hora prevista y después de comer saqué una botella de absenta (ajenjo) marca Perla Vella que decía en su etiqueta: “fórmula centenaria, a base de un celoso secreto familiar y artesanal en la antigua elaboración de esta mágica bebida, que nos transporta a nuestro particular limbo”. La había comprado en una vieja botillería barcelonesa, especialista en este tipo de bebidas espirituosas.
Mis amigos la bebieron en copas, con sus cubos de azúcar encendidos. Al apagar la luz el espectáculo fue hermoso y nuevamene un espíritu de amistad eterna invadió mi espacio.
Estaba en casa, con mis amigos.
Sano y salvo.

ajenjoverde@hotmail.com

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