5.31.2006

El anillo de Tanger


Te recordé desnuda
bajo el cielo protector
tomando té, adormecida
sobre el chador
cuando te amé
en las terrazas de Hafa Café.


Luis Eduardo Aute

Por Ajenjo
uchas veces uno idealiza situaciones y personas a un nivel tan fantástico que cuando aterrizas a la realidad el costalazo es tan grande que puedes llegar a quedar inconciente y malherido emocional o cerebralmente.
Algo no tan grave me pasó en Marruecos, en la parte final de mi viaje, en la mítica ciudad de Tanger. El territorio de Bowles y Burroughs era el escenario ideal para entregarle a mi novia un sencillo y hermoso anillo que había adquirido en una galería de Viña del Mar. La joya había pasado por Casablanca, Marrakech, Meknes y Fez y su destino estaba ligado al Hafa Café, que mi brother fotógrafo me había recomendado como uno de los sitios ideales de ese puerto marroquí.
Mi amigo, que es adicto a la música española, me relató que en ese lugar carreteaban los famosos y que era un sitio de culto que aparecía nombrado en canciones de trovadores y poetas.
Metí el nombre de Hafa Café un par de veces al Google y, junto a mi nutrida imaginación, comencé a diseñar el escenario de la puesta del anillo. Balcones de hermosa cerámica apoyaban mesas ultra blancas. Mozos árabes ofrecían pipas con tabacos aromatizados a sus clientes. Podías pedir variados tipos de té con menta, mientras la brisa marina envolvía a los parroquianos en un sueño mágico y surrealista. Esa era la visión que mi mente había creado.
El último día en suelo marroquí llegó y cerca de las cinco de la tarde le dije a mi chica que teníamos que llegar al Hafa Café antes del atardecer. Ella se metió a una tienda de souvenir buscando un obsequio para su nana en Chile. Me comencé a poner histérico y el anillo en mi bolsillo me quemaba la pierna.
Al final accedió a mi apuro y con la cara larga paró un taxi que nos llevó hasta el famoso sitio ubicado en un cerro de Tanger.
El local tenía una puerta de madera que ya se caía de vieja y un letrero pintado a mano. Al entrar me di cuenta que estaba en "La Piojera Turca" y que mis sueños y visiones se destrozaban ante la presencia de un anciano lanzando un escupitajo al suelo.
No había una organización muy clara en el Hafá Café y los clientes se sentaban en unas viejas sillas de madera a la espera que apareciera el vejete y trajera un té con menta.
La mayoría fumaba hachís tranquilamente, mientras se extasiaban mirando la costa española y los ferrys entrando hacia el puerto.
Mi novia puso cara de ¿y esto es el Hafa Café? Saqué un pedazo de papel de diario y se lo puse entre sus manos, mientras mis ojos gritaban: "ya no doy más". Ella abrió el paquete y se encontró con el anillo, mientras yo miraba al piso. Estaba derrotado.
Sus besos y caricias me calmaron un poco, sin embargo esa noche puse a mi imaginación en un pelotón de fusilamiento, pero no me atreví a dar la orden del disparo.

ajenjoverde@hotmail.com

5.26.2006

Mil estrellas


Por Ajenjo

"Se viaja no para buscar el destino sino para huir de donde se parte".
Unamuno

Me bajo en la estación de trenes de la mítica ciudad de Marrakech junto a mi novia y gracias a un amigo musulmán, que habíamos contactado en el vagón, pudimos llegar al centro de la urbe antigua en una micro.
Al entrar a sus callejones inmediatamente un tipo se abalanzó con un cántico demencial: "están todos los hoteles llenos amigo, pero no problema amigo, yo conseguiré donde dormir amigo, no problema amigo, sígame amigo, todo tranquilo amigo, yo no problema amigo".
No paraba de repetir su frase como una oración hipnotizante, mientras nos guiaba a hoteles cada vez más raros y oscuros. La paciencia se me terminó cuando llegamos a una casa de prostitución, llena de muchachas bastante potables. La cara de mi chica no era de agrado, especialmente cuando empecé a consultar a las niñas sobre las comodidades del alojamiento.
Salimos de ahí y le pasé al supuesto guía unas mínimas monedas que me encontré en el bolsillo. El tipo las miró, escupió al suelo y tiró algunos céntimos al piso, mientras me insultaba violentamente.
El sol se empezaba a esconder y la ciudad nos miraba hambrienta y desconocida. ¿Dónde dormiremos?, me preguntaba con los ojos mi novia.
Seguimos buscando alojamiento y encontré un cartel que decía: "Fantasía". Entré y con el lenguaje universal de la desesperación logré comprender que el hotel estaba copado, pero que podíamos dormir en las terrazas, al aire libre, por un módico precio y al otro día tendríamos una buena habitación.
Dejamos las mochilas en el hall y nos largamos a comer un "chawarma" y a tomar bebidas para calmar la ansiedad, mientras pensaba en el lugar que esa noche acogería mis huesos.
Después de un par de horas volvimos al hotel "Fantasía". Un muchacho nos llevó a las terrazas, ubicadas en el cuarto piso, donde había un colchón dos plazas, con almohadas, sábanas y frazadas.
Al lado había un grupo de mochileras alemanas y más tarde llegó un grupo de habladores españoles.
Yo miré al cielo y dije: "este sí que es un hotel mil estrellas", y mientras los demás se reían, los ojos se me cerraron acompañados de una suave brisa nocturna.
A las cuatro de la mañana desperte de un tirón. Un cántico musulmán resonaba fuerte por un parlante ubicado en la torre de una mezquita, al frente de nosotros. Me levanté adormilado y me apoyé en el borde de la terraza, mientras observaba la noche de Marakech. Los cánticos se multiplicaban al ritmo de las numerosas mezquitas que había en el lugar. Nunca en mi vida me había sentido tan extranjero y una emoción indescripitible invadió mi cerebro.
Esa sensación de sentirse ajeno al lugar donde uno está, pero amarlo por su belleza y misterio, es algo que también puede aplicarse al amor.
En la mañana despertamos con los pajaritos. Mi novia fue a buscar al encargado para que nos llevara a una pieza con baño privado y televisor.
Ahí, tirado en la cama y viendo una película músical de la década del setenta en árabe, recordé las terrazas y el despejado cielo de Marrakech y pensé en dormir en lugares así toda mi vida.
El viaje estaba resultando.

ajenjoverde@hotmail.com

5.22.2006

Los recuerdos son cicatrices


Por Ajenjo

¿Por qué todas las personas que venden sánguches de potito son gordas?, le digo a mi hijo a la entrada de la galería donde está la barra del Everton. El niño me mira con cara de obviedad. Está claro que quien vende esos productos se come la mitad de lo que produce.

Llegué a Sausalito cinco minutos antes que el partido entre Everton y Wanderers comenzara. Saqué mi entrada de tres lucas para la galería Laguna, donde me esperaba la barra del Everton en gloria y majestad.
Desde que tengo uso de razón soy del Everton. Mi padre me llevaba a los partidos cuando el equipo oro y cielo estaba en segunda. Las "viejas" del Everton, que se ubicaban en la tribuna Andes me alimentaban de sánguches, mientras mi progenitor se llenaba el cerebro de cerveza. En los ochenta vendían alcohol en el estadio y todos los hombres les pedían permiso a sus esposas para ir un rato al estadio a relajarse. Ahora hay que llevar el líquido vital escondido entre las ropas. Las cosas cambian para mal.

Sin nada que beber, y con el crío al lado mío, entré a la galería.
La cosa está fuerte. Todos los evertonianos están metidos en el mismo lugar y sólo faltan segundos para que los equipos salgan a la cancha.
Me siento en el ala izquierda de la galería y le pregunto a mi hijo: ¿Tú soi de Everton? "Soy del Wanderers", me dice con una risa de oreja a oreja.
Le digo que se quede callado, que a los cinco años de edad que tiene seguramente no le pasará nada, pero que no ande gritando por su preferencia verde en plena barra evertoniana.
¡Te pueden hasta pegar un combo en el hocico! le digo. Trato de cambiarle su mente y le explico que aunque uno viva en Valparaíso, como yo, igual puede ser "guata amarilla".

El partido comienza. El primer tiempo es ultrafome. He visto muchos cero a cero en este estadio mundialista y ya no quiero más. Pienso que es una maldición, mientras mi cabro posa su cabeza en mis piernas aburrido de un fútbol mediocre y decadente.
En el entretiempo me compro un sánguche de pernil. Me costó 500 pesos y me lo vendió una gordita con ojos picarones. Al niño le embutí una leche en cajita y un paquete de galletas con forma de animales.

Comienza el segundo tiempo y empiezan los goles del Everton. El primero lo sentí en el baño, ya que al pequeñín le dieron ganar de evacuar y mientras le pasaba el papel confort, en los subterráneos del estadio, sentimos el grito desgarrador de los hinchas evertonianos.
Lo limpié en un dos por tres y subimos a nuestro puesto en la galería. La fiesta estaba re buena y los wanderinos al otro lado lloraban con decenas de bengalas.
Desde la galería del Everton empezaron a salir fuegos artificiales. Explotaban en el cielo igual que en el Año Nuevo y mi cabro empezaba a poner cara de evertoniano.
El segundo gol llenó de alegría toda la galería. Mi hijo mutaba de wanderino a evertoniano. ¿Podrá ser cierto?

Después, caminando por la avenida Los Castaños, en busca de la micro, pensaba en la mente del pequeño.
Los recuerdos son cicatrices en el cerebro.


ajenjoverde@hotmail.com

5.18.2006

El vodka musulmán



Viajar por un país musulmán para un chileno es algo bastante agotador, especialmente por la inexistencia de bares, botillerías o lugares para beber una buena cervecita helada o un combinado para calmar los nervios. De todas maneras, yo estaba informado de esta grave situación y opté por llevar una botella de vino chileno tres estrellitas y un vodka de litro para recorrer Marruecos.
La primera vez que necesité beber algunos tragos fue entre el trayecto Casablanca-Marrakech. Era un viaje en tren de seis horas aproximadamente, por lo tanto necesitaba relajar los músculos y el cerebro.
Llevaba un envase de plástico transparente de un litro, que utilizan los ciclistas, y que posee una bombilla, por lo tanto no era necesario destaparlo a cada rato para beber. Compré jugo de naranja y realicé la mezcla.
Nos fuimos junto a mi novia en un carro de segunda clase, para poder compartir con el pueblo marroquí. En la mitad del viaje ya me había tomado todo el líquido y estaba transmitiendo pesado. Un viejo, que hablaba algo de italiano, me empezó a meter charla. A esa altura ya era multilingüe, por lo tanto conversé con mi nuevo brother sobre el intercambio de mujeres por camellos.
"¿Cuántos camellos me das por esta mujer?", dije arrastrando la lengua y apuntando a mi novia. El tipo me respondió algo inentendible, mientras se reía nerviosamente. Mi novia argumentó que ella valía, al menos, cincuenta dromedarios.
"Imposible", me dijo el tipo, quien explicó que los camellos valen millones de dinares. "Bueno, entonces dame dos camellos por lo menos", le dije en broma, provocando que mi chica se enojara y me empujara del asiento.
Ese acto, para el pueblo musulmán, es totalmente desubicado, ya que las mujeres socialmente no tienen mucha personalidad y andan todas tapadas. Los árabes que iban en el vagón miraron sorprendidos. Aprovechando una parada del tren me bajé y salí corriendo a campo traviesa, como para demostrar mi enojo, mientras todos gritaban: "se volvió loco, se volvió loco". Retorné con una gran sonrisa y me preparé una segunda mamadera.
Finalizando mi estadía en Marrakech me percaté de que a la botella de vodka le quedaba un suspiro. Llené el envase sólo con el transparente líquido ruso y me dirigí hacia un carrito que vendía jugo de naranja fresco y helado.
Le expliqué al vendedor, con señas y cara de sed, que le echara juguito al tarro. El tipo agarró el envase y creyó, para mi pesar, que era agua. Tiró el vodka a la basura, mientras me nacía un grito desde lo más profundo del ser adolorido: ¡noooooooooooo! El vendedor pensó que había matado a alguien y otros peatones se acercaban creyendo que estaba pasando algún hecho policial.
El vodka se había acabado y quedaba más de la mitad del viaje en Marruecos.
Caminé por la plaza de Djemma El-Fná con una pequeña depresión que se disolvió lentamente al recordar que las tres estrellas todavía continuaban con su corcho bien puesto.
El vino chileno salvaría el viaje.

ajenjoverde@hotmail.com

5.11.2006

Maldito Sudaca


(Crónicas de viaje)

Estoy a un minuto de que me atienda un policía aduanero en el aeropuerto de Barcelona y me siento algo tenso. Justo me tocó el guardia pesado, amargado, que seguramente tiene graves problemas con su mujer y se descarga con los cientos de latinos que diariamente tiene que dejar entrar a su país.
Afuera del aeropuerto me espera mi novia. Había llegado temprano para recibirme con un atuendo especial y cargada de cariño.
"A qué viene usted", me pregunta el policía aduanero. Le respondo que visitaré por un mes a mi novia, que estudia en Barcelona, y que cuento con una carta de invitación notariada que se exige para las personas que llegan a España sin un programa turístico prepagado.
"Usted perfectamente puede no conocer a esta persona", me responde groseramente el guardia. A esa altura la paciencia se agotaba, sin embargo era el miedo el sentimiento que se concretaba en imágenes cerebrales de repatriación y deportación.
"Enséñeme su pasaje de retorno", me ordena el policía. Ahí se me vino el mundo abajo, ya que debido a la regada fiesta de despedida que había tenido en mi casa, se me había olvidado echar en la billetera una copia impresa de mi ciberticket.
Con una suave voz le dije: "no tengo la copia ya que mi pasaje aéreo lo saqué por internet y si quiere pregunte en Iberia".
El guardia gritó algo incomprensible en catalán, pero que se deducía que eran groserías. Tiró mi pasaporte a un lado y me señaló que pasara a una sala especial. A esa altura las ganas de orinar eran el máximo reflejo del terror y avancé al cubículo donde habían dos africanos que transpiraban como maratonistas y una bella colombiana con pinta de prostituta.
(Leer con voz de colombiana tropical) "Pero oye, chico, ¿que tú eres estúpido o qué? ¿Cómo se te ocurre no tener tu ticket de retorno?". Me explicó que ella se había pasado tres meses de su permiso anterior y de los africanos no sabíamos nada, ya que no hablaban castellano, pero en sus ojos había muchísimo miedo.
Pasó una hora y media y recordé que mi mochila debía de estar dando vueltas, solitaria, en la manga de recepción de equipaje. Salí corriendo sin autorización de nadie, llegué a la cinta donde estaba y la recogí. Volví nuevamente y me metí en la sala con mis nuevos amigos.
De repente llegó un auto de policía con balizas prendidas. Ahora, junto a las ganas de orinar, tenía los medios retorcijones de guata. Dos guardias se bajaron y apuntaron a los africanos y a la colombiana. Los subieron al auto y se los llevaron.
A mi me volvió a llamar el policía amargado y me preguntó si traía euros. Después me pidió mis tarjetas de crédito. Con una cara de perro me instaló el selló en el pasaporte y me dejó pasar.
Habían pasado dos horas de terror y salí corriendo a los brazos de mi novia, que ya estaba a punto de armar un escándalo en el aeropuerto por mi desaparición.
Muy asustado le relaté el episodio, mientras ella intentaba calmarme. Yo sólo recordaba en mi mente la canción del desaparecido grupo Circo dedicado a los guardias de seguridad prepotentes: "perros guardianes del poder, maldita raza".
En realidad la maldita raza es la latina, que recibe a los gringos con los brazos abiertos, mientras ellos nos humillan en cada momento.
ajenjoverde@hotmail.com

5.05.2006

Aterrizaje forzoso



Aterrizar después de un largo viaje no es sólo un fenómeno físico, sino que también es una acción mental que conlleva mucho esfuerzo y sacrificio. Estar un mes dando vueltas por diversas ciudades musulmanas del norte de Africa y carretear en las callejuelas del bario Raval de Barcelona para después volver a reinsertarse en la realidad laboral, familiar y social es algo complejo que necesita tiempo y reflexión.
Uno puede bajarse del avión, no obstante el cerebro sigue viajando a mil por hora y la realidad se disuelve y se transforma como un flan de caramelo.
Al llegar al terminal de buses de Valparaíso con más de 30 kilos de carga distribuidos en mochilas y bolsos lo primero que hice fue discutir con el taxista para que me llevara a mi casa en el cerro Alegre por un módico precio. No lo logré y el conductor pirata se llevó las pocas lucas que me quedaban.
Entré a mi casa, respire hondo y tocaron la puerta. Llegó mi madre, mi hijo, una amiga y todos juntos partimos al restaurante Caruso a celebrar mi llegada con ceviche y vino blanco.
Mi santa madre pidió un pez llamado “vieja” con arroz. La frase “yo jamás me he comido una vieja” me salió en forma automática, provocando un estallido de risas en la mesa.
Después de ese gastronómico recibimiento me fui al Moneda de Oro a rellenarme de colemono. Eran las seis de la tarde, pero para mi era la medianoche, debido al terrible cambio de horario que existe entre Europa y América.
Dormí por varios días sin asumir muy bien la hora en que me encontraba. El término de todo este proceso, conocido científicamente como “jet lag”, fue una fiesta en mi casa que me auto organicé para agasajar a mis grandes compañeros de la vida.
Preparé variadas tapas españolas, con quesos, champiñones, aceitunas y salmón ahumado. Traté de hacer una tortilla de patatas, pero casi quemo la cocina y cuatro sartenes. Mis amigos llegaron a la hora prevista y después de comer saqué una botella de absenta (ajenjo) marca Perla Vella que decía en su etiqueta: “fórmula centenaria, a base de un celoso secreto familiar y artesanal en la antigua elaboración de esta mágica bebida, que nos transporta a nuestro particular limbo”. La había comprado en una vieja botillería barcelonesa, especialista en este tipo de bebidas espirituosas.
Mis amigos la bebieron en copas, con sus cubos de azúcar encendidos. Al apagar la luz el espectáculo fue hermoso y nuevamene un espíritu de amistad eterna invadió mi espacio.
Estaba en casa, con mis amigos.
Sano y salvo.

ajenjoverde@hotmail.com